Cuento apropiado para trabajar con los alumnos cuando se estén trabajando contenidos como los ecosistemas, o la fotosíntesis o las plantas y microorganismos que se alimentan de materias orgánicas en descomposición.
La despedida
Los
árboles del bosque aprovechaban la hora de la siesta para exponer sus láminas plenas
de clorofila y atrapar la luz de los dorados rayos. Durante la noche, sus
raíces hundidas en la serena profundidad de la tierra, habían sorbido el agua
fresca embebida de sales minerales. Y ahora, en un permanente proceso, elaboraban su propio sustento.
Tantas, tantas veces sucedía que ya ni cuenta se daban. Las actividades se
repetían perpetuamente. Los más jóvenes, entusiastas e inagotables, silbaban
suaves melodías curvando sus tallos juveniles al paso del viento, pero los más
añosos, ya agotados, miraban desde su
imponente altura y rigidez, sin siquiera sentir sobre el grueso tronco, las
caricias de las juguetonas brisas.
Nunca
habían podido desplazarse, pero tampoco siquiera habían deseado intentarlo.
¿Cuándo? ¿En qué momento? ¿Para qué?
Todo
era actividad en las magníficas estructuras internas, como si fuesen ciudades
subterráneas bullentes de secreta vida. En sus escondidos cauces fluían sonoros ríos
portadores de nutritivas savias, mientras los humanos, a la distancia,
amparados bajo sus follajes apenas reparaban en sus siluetas, en el contorno de
sus hojas, en sus flores, sus frutos, sin embargo, a su vera acudían siempre
para inundarse de calma y frescor,
indiferentes a su generosa existencia.
Ese
día, ya muy tarde, el más rígido y serio de todos, el roble mayor, carraspeó por un buen rato,
hasta lograr emitir sonidos y transformarlos en palabras. Todo el bosque,
solícito y atento, le hizo señas al viento para que se detuviera, que entonces desvió
su camino, y se quedó bailando entre las espigadas avenas, que se durmieron suavemente
acunadas.
_
Me conocéis muy bien desde siempre, pues aquí he permanecido ya ni recuerdo por
cuántos años. He podido acogerlos y acompañarlos a cada uno de ustedes desde
que ínfimos asomaron en el húmedo suelo, por entre la hojarasca. Hoy quiero decirles
que me siento muy cansado, que ya no tengo fuerzas para resistir erguido a la
furia de los vientos. Que mis raíces se han debilitado, necesitan desanclarse, liberarse
del encierro. Que apenas fluye la savia por entre mis angostos caminos. Que ya
no me alegra la luminosidad de los días, y hasta me hiere la bulliciosa
presencia de los pajarillos anidando entre mis ramas. Que no quiero esperar la
llegada de un leñador y prefiero dormirme sobre este mismo suelo que nos
sustenta; sin rechinar de motores, sin estridencias, para entregarme feliz al
paso del tiempo transformándome en una nueva capa del heterogéneo suelo. Para
lograrlo, es preciso que me ayudéis, solo no puedo. Bastará con que acerquéis
vuestras ramas más largas, a modo de fuertes brazos maternales, me abracéis y
luego, empujéis. Lentamente iré
recostándome en este paciente suelo para quedarme dormido eternamente a
los pies de todos ustedes. Así volveré a ser nueva capa de vida, donde vuestros
descendientes podrán encontrar cobijo.
Todos,
con sus copas cabizbajas, habían oído sin replicar. Lo comprendían plenamente,
pero nadie era capaz de hablar. Sus hojas se fueron llenando de transparentes
gotas, que lenta y delicadamente fueron cayendo sobre la oscura hojarasca.
Por
fin, después de oír por mucho rato el golpear de las gotas sobre el piso, el
coigüe más longevo, pudo decir:
_Amigo
roble, ¡qué noble eres! ¡No sólo eres el patriarca del bosque! ¡Eres el del
corazón más grande y todos te lo agradecemos! Permanecerás aquí por siempre. Tu
generosidad no tiene límites. Nadie sabrá que descansarás junto a nosotros, ni
los pájaros sentirán cuando vayamos suavemente depositándote sobre el piso. Así
serás cobijo de muchos otros seres y volverás a ser nutriente entre las ricas
capas de humus. Cierra tus ojos, duerme tranquilo, pues no terminarás
convertido en cenizas en ningún fogón, ni serás parte de muebles inertes y
fríos. ¡Te amamos demasiado, cumpliremos tus deseos!
Los
árboles, al unísono, agitaron sus follajes y un sonido de palmas surgió desde
el bosque. Luego, alargaron sus ramas envolviendo con ellas al gran roble, que
conmovido y agradecido, se dejó asir.
Suave,
lenta, delicadamente fueron empujando en ese útimo abrazo agradecido, al grueso
tronco que aflojó sus raíces, para que su voluminoso tronco comenzara a
descender. Después de un largo tiempo, lograron tenderlo, acomodaron todas y
cada una de sus ramas, y enseguida elevaron sus hojas para recibir la preciada
luz del sol.
Desde
entonces, respiran, laboran y viven sintiendo el abrigo, la compañía generosa
del gran amigo que volvió a la tierra fresca para fundirse en ella, generando
un nuevo ciclo.
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